Mi madre.
Mi madre no canturreaba. Era una madre castellana, llana, llana.
Mi madre sin embargo, te sostenía con su sola presencia, todo un baluarte en el territorio movedizo de la infancia.
Mi madre no peinaba trenzas de espiga, pero dibujaba unos prietos y curiosos trenzados a tres bandas en mi cabecita rubio ceniza.
Mi madre no hacía cupcakes ni tonterías de esas, tan dulzonas como insulsas.
Eso sí, cocinaba su fabulosa tortilla de patata los jueves por la noche y deliciosas tartas con manzana reineta del Bierzo, y unas lubinas al horno que podríamos calificar de emotivas, puesto que llorábamos de gusto al probarlas.
Mi madre no permitía merendar Nocilla más que un día a la semana, estaba la Yaya para colmarnos con chocolate “de estraperlo”.
Mi madre no nos compraba camisetas de merchandising infantil, no, nosotras íbamos a la modista Obdulia, que cosía las prendas diseñadas por Mamá para sus tres princesitas de barrio.
Mi madre no vestía pantalones ni fumaba, y no le gustaba conducir, pero llevaba la voz cantante dentro y fuera de casa.
Mi madre no temía sus canas, era como una extraordinaria actriz italiana: telúrica, personalísima, era molto brava!
Mi madre tocaba la frente y no precisaba termómetro, sabía diagnosticar con sólo poner sus dedos encima de mi piel.
Mi madre me curaba con mercromina color cinabrio y siempre suspiraba: “¡¡¡Estás hecha un Santo Cristo!!!”.
Mi madre acuñaba expresiones sin par: “Tienes el baile de San Vito”, se quejaba de mi inquietud, “¡¿Qué hay de comer?!... ¡Canguingos a la plancha!”, toreando mi impaciencia al mediodía, o “ Vamos al cine de las sábanas blancas” para enviarme a la cama sin rechistar.
Mi madre, cuando no podía dormir decía: "Hija, reza un Padrenuestro". Y me acariciaba la frente. ¡Mano de Santo!.
Actualmente, desde la otra orilla, entiendo que “Madre” es sinónimo de peluquera, chef, homeópata, lingüista, mística...
También impulsora de sueños, poeta de lo cotidiano, responsable del Departamento de excelencia familiar, guionista de los mejores capítulos de mi vida, y sobre todas las cosas, la heroína del desvelo.
¿Recuerdan el último pasaje de “El Príncipe destronado”? Mi paisano Delibes describía magistralmente lo que supone para un niño ese calor protector e insustituible de su progenitora.
“Lo malo es luego —dijo—, el día que falta Mamá o se dan cuenta de que Mamá siente los mismos temores que sienten ellos. Y lo peor es que eso ya no tiene remedio. (…).
Tan cierto como tremebundo. Crecer es eso, apercibir que ella alberga miedo, y aún así, se viste con el traje de experta en exorcizar dragones interiores ajenos.
La cuestión que me surge un día como hoy es por qué no regalaremos un impecable cuidado a nuestras madres en la jornada diaria.
Ya saben... flores, devoción, reverencia a LA MADRE, cada día.
Les cuento un secreto para finalizar.
¿Saben que si cierro los ojos aún siento la mano de mi progenitora sobre mi atribulada frente? ¡Ese milagro!
Feliz día Mamá, de aquí al cielo.