
Y con ésta se alcanzan las ocho ediciones de un festival que, parece, se consolida y mantiene su vocación de permanencia, algo unido a la buena noticia del progresivo aumento en el número de espectadores, tanto los presenciales en su sede física de Palma de Mallorca, como en la original y accesible sede electrónica a través de la plataforma Filmin, alma mater del proyecto, y donde por 5 € para suscriptores y 15 € para no abonados, pueden verse 83 películas desde el día 25 de junio y durante un mes; cine que, por experiencia de otras ediciones, no va a alcanzar las salas comerciales, pero que, puesto a disposición del público, se demuestra que sí que es posible ofrecer otro tipo de cine a unos espectadores que vamos dando la espalda a las salas comerciales o festivales esclerotizados por la ausencia de riesgo, de variedad, de lenguajes. Centrado en el cine europeo, el festival puede terminar siendo inabarcable y estresante porque no es posible ver la totalidad de lo que se ofrece. En esta primera aproximación me atrevo a recomendar algo de lo ya visto y que destaca por su calidad, sin descartar más entregas según se vayan descubriendo nuevas obras sobresalientes o notables.
Probablemente la sección más potente sea la de documentales, nombres como Barbet Schroeder, Ruth Beckermann, Jean Libon e Yves Hinaut, Joao Moreira Salles, Gurcan Keltek, Nila Núñez, Radu Jude, forman parte de una selección de obras muy sobresalientes y que ofrecen un panorama desalentador del mundo en el que nos toca vivir y las herencias de las que procedemos. En “El caso Kurt Waldheim”, la cineasta austriaca Ruth Beckermann relata, con imágenes propias grabadas en el año de elección como presidente del país del que fue secretario general de la ONU, y con imágenes de archivo, el proceso de ocultación, maquinación y falseamiento de la historia de una persona con un indudable pasado nazi, que se niega a reconocer la realidad de las pruebas obtenidas, y con él, el silencio y complacencia de todo un país que se justifica como país ocupado por los alemanes, sin asumir su condición de cooperador en la barbarie de la segunda guerra mundial; igual que Barbet Schroeder desnuda en “El venerable W.” la que parecía esencia inmutable del pacifismo budista en un relato del horror sobre cómo se forja un líder que asume el racismo, la xenofobia, el exterminio, la persecución y la supremacía racial de los budistas, sobre la minoritaria población musulmana de Myanmar hasta provocar, alentar y sufragar el genocidio de los rohinya y otras etnias musulmanas del país.
En “Ni jueza ni sumisa”, de los directores belgas Jean Libon e Yves Hinant, una peculiar magistrada belga se deja desnudar mostrándose tal y como es ante detenidos, investigados, policías o en su casa; a los mandos de un 2CV y con la música a todo volumen, esta peculiar juez camufla sus arteras intenciones tras una máscara de buen humor y compadreo, a mí no me engaña. En “Meteors” del director turco Gulcan Keltek, la experimentación visual permite unir la caza, los meteoritos, los fuegos artificiales y la represión de Turquía en Kurdistán de manera especialmente conseguida, sin diálogos, dejando que las imágenes hablen por sí mismas.
En “No intenso agora”, Joao Moreira Salles ayuda a desmontar el mito de que mayo de 1968 es una cuestión exclusivamente francesa, relatando cómo ese espíritu también se expandió por Sudamérica, en concreto Brasil, en unos años especialmente complicados bajo la dictadura militar, y cómo ese espíritu de libertad puede encontrarse aún entre nosotros. En “Casa de nadie” la directora Ingrid Guardiola establece un paralelismo entre el fín del mundo minero y los últimos años de la vida en una residencia de ancianos, realidades separadas por muchos kilómetros, pero que dialogan entre sí alrededor de la idea de un punto y aparte del que no se sabe qué puede surgir, salvo el abandono y la desaparición. En “Lo que dirán” de Nila Núñez, la cámara se acerca a la vida diaria de dos jóvenes, españolas y musulmanas, que viven su religión de manera muy diferente entre sí y que se enfrentan a una realidad que las discrimina, o las considera diferentes al resto de jóvenes por su religión, lleven velo o no. En “Nación muerta” del director rumano Radu Jude, sirviéndose exclusivamente de fotografías y de discursos políticos, militares y músicas de la época, nos descubre cómo el nazismo no fue cosa exclusivamente de los alemanes, sino que en el periodo 1935 a 1945 muchos otros países, en este caso Rumanía, también asumieron el vértigo y la irracionalidad de culpar a los judíos de males seculares, emprendiendo una campaña de limpieza genocida sin necesidad de ayudas exteriores.
En la ficción, por encima de todo, “Colo”, la monumental película de Teresa Villaverde, en un Portugal convaleciente y afectado por la enfermedad crónica de la crisis que aniquila a la clase media, asistimos a la desintegración de una familia de tres miembros que necesita disgregarse para resurgir de nuevo a partir de cero. Sin estridencias, sin dramatismos, sin exageraciones sentimentaloides, las imágenes fluyen con una cadencia rítmica perfecta, sin llegar a asfixiar a los personajes ni a los espectadores, pero manteniendo un nudo en la boca del estómago ante la incapacidad para enfrentarse a problemas originados por otros. En “Frost” de Sharunas Bartas, el director lituano se atreve a hablar de los conflictos latentes en el Cáucaso, a la inconsciencia del occidental que se introduce en territorios desconocidos llamado por la idea de la guerra y las consecuencias de la misma. En “Europa”, de Miguel Ángel Pérez Blanco, la juventud europea camina sin rumbo buscando un nuevo amanecer en medio de una “rave” de una noche que no acaba y ante la que, el nuevo amanecer, descubre y revela, un mundo abandonado y en ruinas, una nueva Babel donde se habla y no hay capacidad de comprensión.
Recuerden que no van a encontrar tanta calidad ni tanta diversidad temática y formal en las salas comerciales, y que por menos de dos entradas en taquilla pueden disfrutar de más de 80 películas. Luego no se quejen de que todo el cine parece igual y cortado por el mismo patrón, aquí está la prueba de que no, de que hay festivales que se arriesgan. Sin señalar con el dedo ya nos gustaría en la ciudad que otros asumieran un compromiso parecido y apoyaran las propias películas que se proyectan en su programación (la de Schroeder y la de Pérez Blanco estuvieron en Seminci 2017, arrinconadas en secciones paralelas, y alguna de ellas sin público, gracias a la inestimable ayuda de una organización ciega para lo que no es la sección oficial o la foto publicitaria).