Es preciso hacer un acto de fe todas las mañanas al encender el transistor, leer el periódico, encender la televisión o entrar en las redes sociales para enterarse de lo que ha sucedido en el mundo y de las reflexiones que han suscitado lo acontecido. El ser humano es un animal social y la sociabilidad se fundamenta en la confianza mutua. De hecho, la vida en sociedad se fundamenta en la confianza mutua, es decir, en la esperanza firme de que unos y otros no sólo cumplamos las normas sino, lo que es más importante, de que cumpliremos las promesas. La falta de confianza nos condena a un estado primitivo, sin ley y sin orden; es lo que Thomas Hobbes, John Locke o Jean-Jacques Rousseau llamaban el estado de naturaleza, que se caracteriza por vivir en un estado permanente de guerra de todos contra todos y en el que sobrevine únicamente el más fuerte. ¿Quién puede confiar en quien incumple las promesas y, por consiguiente en quien quiebra nuestra confianza?

El discurso que pronunció el señor Rajoy el miércoles pasado, día 31 de agosto, en el Congreso de Diputados me obligó a hacer un acto de fe, porque dibujó una España muy diferente a aquella en la que vivo. Su discurso debió ser un discurso de investidura y, por consiguiente, un relato en el que, tras un diagnóstico de la situación del país, expusiera el proyecto de gobierno que proponía a los representantes de la soberanía nacional y que debería servir para resolver los problemas que tenemos los ciudadanos o, al menos, para dar pasos significativos y firmes con el fin de resolverlos. Sin embargo, me pareció escuchar un discurso sobre el estado de la nación más que un discurso de investidura. En él no hubo pincelada alguna que nos permitiera reconocer la dureza del momento histórico en el que vivimos los españoles, ni un ápice de autocrítica, ni el menor atisbo de mirada crítica sobre la acción de gobierno desarrollada durante los cuatro últimos años; antes bien escuchamos un discurso triunfalista que por un momento, mientras me adormecía su estilo plano y aburrido, me pareció no sólo que España iba bien sino que vivíamos el mejor momento de nuestra historia, por no decir en el mejor de los mundos posibles: crecemos más que ningún otro país europeo, la economía crece, crece el balance de resultados de las empresas, exportamos más que nunca, batimos el record de turistas que nos visitan, disminuye el paro, se crea mucho empleo y un largo etcétera de aspectos positivos. En el discurso del señor Rajoy fue más importante y significativo lo que ignoró y silenció que lo que dijo. Le faltó decir, entre otras bondades, que también ha subido la temperatura media o que tenemos más días de sol; todo a la mayor gloria de su gobierno.

En mi despertar, me pareció que Rajoy era la encarnación del personaje Pangloss de la novela Cándido, de Voltaire, porque su discurso me pareció eso, simplemente un discurso, una emisión de palabras, en realidad, verborrea, que responde a la propia caricatura etimológica de Pangloss, que significa todo (pan) palabra (glossa). Pero toda caricatura esconde la parte sustancial de la realidad, y el discurso optimista, si no triunfalista, de don Mariano sonó al tout est au mieux, al “todo sucede para bien” que repite irónicamente Voltaire en su novela, como si su incumplimiento del programa electoral, tantos sacrificios sufridos, el paro juvenil, la emigración de nuestros hijos, la degradación de los salarios, la pérdida de derechos y libertades, la degradación del tejido social, la imposición de un modelo educativo, la privatización y devaluación de la sanidad pública, el silenciamiento de las personas dependientes, la utilización de las instituciones públicas en beneficio propio, la degradación, si no eliminación, de la división de poderes o la prepotencia, por ejemplo, con que ha gobernado el PP con mayoría absoluta, por no citar la elipsis de la corrupción o el constante discurso del y tú más, con el que nos han aburrido el PP y el gobierno, fuera ese todo sucede para bien necesario, como si no hubieran podido hacerse otras cosas, como si sus decisiones fueran un fatum o un sino ineludible. Don Mariano cree que los ciudadanos estamos ciegos y que esperamos un discurso optimista…

En las poses corteses se esconde con frecuencia la traición, decía Rousseau. -¡Qué frecuente es la cortesía en la vida política y en la convivencia ciudadana!-. Pero, parafraseando a Emily Brontë, la traición hiere al traicionado y puede herir al propio traidor. El problema es quién puede confiar en quien quiebra la confianza. Una vez rota la confianza, crecen la desconfianza y la desafección política, a la vez que prosperan los populismos y las actitudes y las propuestas antidemocráticas.

Todo político debe tener capacidad de liderazgo y debe ser consciente de que es una referencia para la sociedad, por lo que debe moverse siempre en el marco de los valores. La figura del político es la de un pedagogo social, que no sólo señala el camino, explica cómo recorrerlo y pone los medios, mediante sus decisiones, para hacer transitable el camino y alcanzable el objetivo, sino que él mismo debe ser el maestro, o sea, el modelo que inspire a los ciudadanos. Así pues, la vida del político debe ser la de una persona virtuosa, opuesta a la del trepa o aprovechado que se sirve de su posición en beneficio propio. Para la ciudadanía, ese líder debe distinguirse por la honradez, el respeto y la coherencia.

Cuando la vida política se circunscribe prácticamente a la emisión de discursos que suenan bien, compuestos de verdades a medias, de medias verdades, de elipsis, ironías y palabras hueras, éstos esconden un trasfondo oscuro, con frecuencia tramposo, que los convierte en no creíbles e incluso en mentirosos. Las “verdades o mentiras / Son pájaros que emigran cuando los ojos mueren”, decía Luis Cernuda. Confieso que hace muchos años que perdí la fe, precisamente por eso me preocupa lo que hacemos y nos pasa; precisamente por eso rastreo entre las sombras y husmeo en ellas. Los discursos políticos son una oportunidad perfecta. El discurso del señor Rajoy fue un inmenso banco de niebla asentado en la noche oscura.

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