Amanecía cuando salí a dar mi paseo matutino y me sorprendió una luna llena que miraba fijamente hacia abajo. El Este estaba iluminado, pero el sol todavía permanecía oculto tras el horizonte. La luna se marchaba, girando lentamente sobre sí misma, camino del poniente, como si quisiera despedirse. La luna se mostraba con un traje radiante pero prestado. Selene nos ha aparecido siempre como algo cercano a la vez que inalcanzable y como un vigía que mientras observa nuestros sueños ilumina nuestras noches. De ella sólo conocemos su cara, pero desconocemos cuanto esconde al otro lado de sí misma. Es posible que nuestra imaginación cubra cuanto ignoramos de ella, pero es posible también que nuestra propia imaginación nos cubra a nosotros mismos de sombras con frecuencia tan optimistas o tan irreales que nos hacen doblar la esquina de la realidad y pensar que lo que dibujamos con la mano de la imaginación concuerda con lo que las cosas son. Qué fácil sería todo, si esto fuera verdad. Si fuera así, no estaríamos como estamos y ni viviríamos donde y como vivimos: seguramente los ciudadanos votaríamos con la cabeza y no tendríamos a un Rajoy ni a un Putin, ni habría tantos dirigentes ni tantos ciudadanos seducidos por el poder, ni tantas personas embebidas por deseos de protagonismo, por el individualismo ni por tantos -ismos que corroen no sólo la racionalidad sino también la convivencia, con lo que esto ha supuesto y supone. Sin embargo, estamos donde estamos: con Siria e Irak en lontananza, con los refugiados llamando a nuestras puertas reivindicando los derechos humanos, mientras dormimos plácidamente al otro lado de las mismas y construimos barreras; no tendríamos a un Donald Trump avistando horizontes dorados para él y penosos, si no horribles, para la humanidad pobre. Hemos tenido que envejecer mientras esperábamos que llegara a paz a Colombia y quizá moriremos sin ver resueltos, entre otros muchos, los problemas palestino y saharaui. ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar para convencernos de que el diálogo es el mejor instrumento, si no el único, que permite una convivencia en paz? Parece que nos cuesta entender que el diálogo conduce a la paz; quizá porque exige el convencimiento de que los seres humanos somos iguales y una actitud de respeto mutuo, algo que choca con las actitudes territoriales y posesivas de nuestra condición de mamíferos. Ahí estamos ahora mismo viendo, en España, cómo Rajoy pincha, lanza en ristre, a diestro y siniestro, pero sin mirarse ni verse en el espejo, mientras su partido hiede a causa de la corrupción, y cómo la izquierda española es incapaz de dialogar entre sí mientras persiste en su vieja actitud suicida. Quizá la luna se entristezca por todo esto, se marche por el Poniente recogida sobre sí misma y se deje ver entristecida y preocupada, pero no sepamos entender el significado de su luminosidad y redondez.
Por más que nos pese, vivimos en una democracia herida. La hiere la irracionalidad y la inmoralidad, representadas, por ejemplo, por el incumplimiento de la división de poderes, la corrupción, las puertas giratorias, el engaño, la manipulación informativa, la prepotencia, el alejamiento de los representantes políticos respecto de los ciudadanos, la prelación de la economía sobre la política, la claudicación de las ideologías y la pérdida de ideales, la devaluación del diálogo, la demagogia, la concepción del poder como instrumento de dominio sobre la ciudadanía, de empoderamiento y enriquecimiento personal y no como servicio a la sociedad, y un largo etcétera, que nos inclina a pensar con Walt Whitman (Hojas de hierba) que la confianza y la esperanza son, después de todo, especulaciones. Un camino magnífico para los populismos y la destrucción y un derrotero pésimo para la humanidad, aunque siempre estamos a tiempo de que, a pesar de que la ciudad esté muerta (Antonio Colinas), el deseo nos mueva y brille como brasas en lo oscuro.
Mientras andaba en estos pensamientos, me vigilaba la luna, un círculo perfecto, la expresión de la perfección y de la verdad bien redonda para Parménides; completamente iluminada, con el ceño descompuesto, preocupada por lo que veía y por lo que no podía cambiar; por lo que veía y seguramente por lo que no vemos, que es mucho más que lo que vemos. La luna se mostraba como Parménides contempló la verdad, que le mostró la diosa, bien redonda. ¡Y nosotros, como si Parménides no hubiera existido y la luna fuera inalcanzable!