Cojo prestado este título de Ignacio Lago, profesor de Ciencia Política de la Universidad Pompeu Fabra, que escribió el pasado domingo en El País un magnífico artículo sobre el debate del Estado de las autonomías. En él mantenía que la excepcional película de Spielberg fue eso, un magnífico filme en su momento, pero que el mismo director, seguro, la haría de una forma distinta en la actualidad.
Lo mismo pasa con nuestra Constitución. El 15 de junio se conmemoró el 40º aniversario de las primeras elecciones democráticas tras la II República en España. Fue un momento de esplendor en nuestra historia reciente, en el cual logramos, tan sólo un año y pocos meses después de la muerte del dictador, que se pudieran celebrar en nuestro país unas elecciones limpias con el máximo rigor democrático.
De esas elecciones salieron unas Cortes Generales que redactaron la vigente Constitución de 1978, votada por el pueblo español en referéndum, que ha permitido que vivamos el mayor período de convivencia democrática de nuestra historia.
Es interesante recordar algunas características de nuestro proceso constituyente que, quizás, sobre todo la generación a la que pertenezco, nos hayamos olvidado o, directamente, no conozcamos.
Aunque –es una obviedad- el régimen en el que vivimos sea otro totalmente distinto, nada parecido, a la atroz dictadura que vivieron los españoles con anterioridad, también es cierto que no hubo una desconexión con la etapa anterior. De hecho, el único halo de continuidad con el régimen legítimo de la II República fue el pacto Suárez-Tarradellas por el cual se permitió a este último que volviera como Presidente de la Generalitat en el exilio, algo que trajo como consecuencia que Cataluña pudiera tener, casi en la práctica, una Administración y singularidad propia antes incluso de la aprobación de su Estatuto de Autonomía. Y ello –esto está bien recordarlo ahora que se habla tanto del procés- lo hizo el entonces Presidente del Gobierno de España para evitar que el PSC y el PSUC, claros vencedores de las elecciones con un 28,5% y un 18,3% de los votos respectivamente, muy lejos del 16,8% del Pacte Democràtic per Catalunya (encabezado por Pujol, por detrás, incluso, de la UCD, con un 16,9%) y del 4,7% de ERC, pudieran encabezar posteriormente un Gobierno de izquierdas. Ello hizo posible que los nacionalistas catalanes tuvieran un peso mayor en la posterior negociación de la Constitución española.
Sin embargo, como decía, las elecciones se llevaron a cabo gracias a la última de las Leyes Fundamentales aprobadas por las Cortes franquistas: la Ley para la Reforma Política. Una Ley que estableció muchas de las bases, sobre todo en lo que a materia electoral se refiere, vigentes hoy en día. Gracias a ella las Cortes Generales fueron bicamerales y, junto con el Decreto-Ley de 14 de marzo de 1977, se estableció la circunscripción provincial, la fórmula electoral mayoritaria para garantizar un Senado de mayoría conservadora y la fórmula electoral D’Hondt para el Congreso de los Diputados. Muchas decisiones importantes que no se negociaron con una oposición todavía ilegalizada, motivo por el cual el PSOE y el PCE pidieron la abstención en el referéndum que aprobó, finalmente, la Ley para la Reforma Política.
Por este motivo se dice que el proceso constituyente que dio a luz la Constitución de 1978 es un proceso sui generis. La mayoría de este tipo de procesos (pongamos como ejemplo el de nuestro país vecino, Portugal, con la Revolución de los claveles) se realizan a partir de una desconexión con el régimen anterior. Las elecciones convocadas son, expresamente, para unas Cortes Constituyentes, con el único cometido de elaborar una Constitución en el tiempo suficiente, en el cual se nombra a un Gobierno provisional que sea quien resuelva las cuestiones de despacho ordinarias del país.
Lo anterior no sucedió en España. Las Cortes Generales se autoproclamaron constituyentes, pero no tuvieron ese único cometido y, desde luego, no se nombró a un Gobierno provisional. Se aprobaron leyes como la de Amnistía, que, aunque permitió la “reconciliación” de las dos Españas enfrentadas durante la Guerra Civil, es la causa de que año tras año los informes en materia de Derechos Humanos de la ONU nos llamen la atención porque el reino de España no cuenta con una justicia reparadora que garantice la asistencia de las víctimas del Franquismo.
En todo caso, estas primeras Cortes Generales, junto con la totalidad del pueblo español, consiguieron una Constitución democrática avanzada, similar a las de nuestro entorno, aunque menos progresista que la republicana de 1931 en algunos aspectos, como la aconfesionalidad del Estado. Es algo que debemos celebrar y por lo que debemos dar las gracias a nuestras anteriores generaciones, aquellas que lucharon por la democracia y que dieron sus vidas por ella. Por mucho que se diga lo contrario, los más jóvenes no nos olvidamos de tan heroico cometido.
Pero vivimos otra época. La Constitución de 1978 fue una obra colectiva excepcional. Ahora los tiempos son otros y, probablemente, si se celebraran unas Cortes Constituyentes iguales que las de 1978, el texto constitucional sería totalmente distinto. Es necesario reformar las previsiones sobre el Estado de las autonomías, que únicamente establecen normas procedimentales encaminadas para la creación de las Comunidades Autónomas; revisar el Senado para que, verdaderamente, se convierta en una Cámara de integración territorial que reconozca todas las singularidades de nuestras naciones y regiones; modificar el modelo de bienestar social y que derechos tan importantes como la sanidad pasen a estar entre los más protegidos por la Constitución, que sean derechos fundamentales de verdad; o, cómo no, replantearnos nuestra forma de gobierno, esto es, la Monarquía Parlamentaria. Cierro de la misma manera que Ignacio Lago el pasado domingo: ya nos toca ver el ET del siglo XXI.