
Lizzie Borden una ¿visionaria?. Su corta carrera cinematográfica no es obstáculo para su elección como representante del cine feminista, de un cine combativo destinado a reivindicar el papel de la mujer en un plano de igualdad absoluta, incluso valiéndose del ejercicio de la violencia organizada, para superar esquemas de patriarcado que se perpetúan incluso en esta fábula distópica que representa a un país, EEUU, en 1983, durante la celebración de los diez años de llegada al poder del Partido Socialista tras la mayor, y más festiva, y no violenta, revolución conocida en la historia de la humanidad. Borden, como si adivinara lo que iba a suceder con la socialdemocracia europea y su estupendo ideario de sociedad del bienestar basado en un progreso económico sin controlar las fuentes de producción y de capital, anticipa el derrumbe ideológico de la “izquierda posibilista”, demostrando, desde su punto de vista feminista y homosexual, que los patrones de conducta de los hombres respecto a las mujeres se perpetúan cualquiera que sea la ideología de base que sustente al poder.
«Women army» es una de las muchas respuestas que las mujeres comienzan a articular cuando, después de 10 años de promesas, siguen reducidas a puestos de trabajo secundarios, con salarios menores a los de los hombres, sin acceso a los órganos de dirección, condenadas a trabajos sin porvenir, encadenadas a sus hogares como mano de obra barata y gratuita que evita al estado soportar el coste de los servicios sociales que estas mujeres desempeñan como lo han venido haciendo desde hace siglos. Da lo mismo un Presidente de izquierdas, un alcalde negro, todos ellos, con el FBI, la policía, forman un complejo de poder dominado por hombres que piden tiempo, paciencia, una revolución paso a paso sin dejar de desear esa cacareada igualdad pero sin atreverse a llevarla a cabo de manera real, para no perder ese corral de poder casi exclusivo. «Deberían convertir a todas las mujeres en hombres y a todos los hombres en mujeres y se acabaría el problema» dice la revolucionaria Adelaide Norris, en el punto de mira del aparato secreto y sucio del estado. Cuando la revuelta empieza a resultar peligrosa para el poder, nada mejor que un perfecto crimen de estado que, en vez de calmar a las mujeres por la via del miedo, sirve de aliciente para radicalizar su posición guerrera.
Borden reivindica el papel de los medios de comunicación como base de un éxito propagandístico. Obviamente aquí su visionaria película pierde el paso porque los años han demostrado cómo el poder establecido no admite medios de comunicación libres y críticos y ah decidido acallar los altavoces de pluralidad para vender un discurso único adormecedor. Algo apunta la película en esa ocupación sistemática de los medios cuando las dos radios libres que dan voz al movimiento y, cada día, aumentan sus audiencias, son objeto de incendios provocados. Radio Ragazza y Radio Fénix desaparecen para resurgir como Radio Fénix Ragazza, para centrar su discurso en el combate y la resistencia; y como todo pueblo oprimido, las mujeres tienen derecho a la autodefensa, armarse no está injustificado cuando las hermanas están siendo asesinadas en la calle, violadas a plena luz del día, convertidas en secretarias del hogar en trabajos basura, discriminadas frente a minorías raciales o religiosas donde el hombre es beneficiado sistemáticamente frente a la mujer. Lizzie Borden crea su película como un falso documental en el que se mezclan imágenes presuntamente grabadas por los servicios secretos, reuniones y asambleas femeninas donde las diferentes corrientes de opinión van confluyendo, desde la contención de las mujeres socialistas convencidas de que el partido está luchando por la igualdad, a las radicales que reniegan de la lucha armada por considerarla un error de propaganda que va a incrementar la represión, pero el tiempo y la realidad provocan ese progresivo acercamiento de todas las posturas hasta que las juventudes femeninas socialistas abandonan el partido asqueadas de su doble moral pese a que su líder les amenace con un «ateneos a las consecuencias».
Mientras las imágenes desfilan delante de nuestros ojos repitiendo desde el pasado las realidades del presente, abrumadora constatación de que casi nada ha cambiado, como los feminicidios, la hipocresía de la igualdad inexistente, los trabajos mal retribuidos sumados a las tareas domésticas, el acoso sexual indisimulado en las calles; la banda sonora golpea desde todos los ritmos y todas las direcciones remarcando esta realidad muy dolorosa con unas letras cargadas de simbolismo político y rabia indisimulada. A ritmo de rap, de heavy, de punk, de soul, de funky, de blues, de jazz, un catálogo de cantantes y grupos femeninos hablan desde el nacimiento en llamas de un mundo destinado a desaparecer por la furia de las mujeres con el leit motiv cantado por «The red crayole», o «The blondes», o Isabelle, o O,Jays, o Billie Holiday, una banda sonora en la que sólo dos hombres tienen derecho a aparecer para cantar sumados a la revolución de ese ejército de liberación femenino, Bob Marley y Jimmy Hendrix. Lemas y soflamas para agrupar a las oprimidas, en una película en la que el hombre sí es un enemigo y sí se representa como una cortapisa para la libertad de la mujer, «ni iglesia ni estado, las mujeres elegirán su propio destino». Dos momentos anuncian el éxito de la protesta, el sabotaje del discurso presidencial cuando está anunciando el regreso de las políticas que quieren hacer retornar a las mujeres al hogar, la subvención de los llamados «trabajos de hogar», y la simbólica voladura de la antena de comunicación en la azotea del WTC, tan premonitoria de sucesos posteriores, tan simbólica como el derrumbe de un símbolo fálico que, 35 años después, continúa anclado en los mismos clichés de dominación que Lizzie Borden predijo, enterrando la presunta revolución sexual de los 60-70 y que desembocó en la contrarreforma de Reagan que tan fuerte sigue pegando en todos los aspectos y en todos los mundos posibles.