
“Las peores prisiones son aquellas que no tienen paredes” reflexiona el artista saharaui Wallad Mohamed Mahmud al recordar lo que la ocupación ha hecho de su hogar, “el Muro de la Vergüenza es para mí la peor cárcel que puede existir. No solamente es un crimen contra la humanidad sino también contra el planeta: es una herida que divide el corazón del cuerpo”.
El muro que Marruecos construyó en el territorio del Sáhara Occidental cumple ya 31 años. En un comunicado dirigido a la agencia France Presse, el Ministerio de Comunicación marroquí señalaba: “El muro defensivo de arena ha sido construido para garantizar el derecho de Marruecos a la preservación de su seguridad y para luchar contra el uso del Sáhara como paso de las redes terroristas, el tráfico de seres humanos y de la droga”. No deja de ser paradójico que se atribuyan capacidades defensivas a un artefacto que, acorde al derecho internacional, se halla protegiendo un territorio que no le pertenece. La historia, la estructura y la realidad del Muro sugieren que, en esencia, su origen y sus fines son otros: hace que la ocupación del Sáhara Occidental sea un “hecho consumado” y su diseño lo convierte en un arma más del ejército marroquí.

El Muro de la Vergüenza
El Muro de seguridad, en el lenguaje castrense marroquí, o Muro de la Vergüenza, en el lenguaje ideológico de los saharauis, es en realidad un conjunto de ocho muros que suman una longitud superior a los 2.700 kilómetros. Su construcción se llevó a cabo en varias fases, en el período comprendido entre 1981 y 1987. En cada una de las ampliaciones, el ejército marroquí consiguió anexionarse y controlar nuevas parcelas de territorio saharaui. Su presencia evita las incursiones del Frente Polisario, el movimiento de liberación nacional saharaui, pero también impide la vuelta de los refugiados saharauis al territorio del Sáhara Occidental.
Según Mahfud Moh-Lamin, miembro de la campaña internacional Juntos para derribar el Muro, “la mayoría de los propios saharauis no tienen la suficiente información acerca de los diferentes materiales e instrumentos que componen el Muro”. Este gran artefacto de inteligencia norteamericano-israelí, que cuesta a Marruecos la friolera de dos millones de dólares diarios, está equipado con toda una serie de instrumentos que permiten detectar-y abatir, si el ejército marroquí lo considerase necesario- a todo saharaui que se acerque a menos de sesenta kilómetros.

Está protegido por trincheras, alambre de espino, minas y sistema de detención electrónica. Cada cinco kilómetros hay cerca de cien soldados marroquíes, generalmente infantería, aunque también otros cuerpos como paracaidistas. Cada quince, un radar otea la zona ante la posible aparición de baterías de artillería en las proximidades. Hacia el interior las estrategias defensivas continúan, es territorio minado, alambrado y además cuenta con la presencia de obstáculos como muros de arena o de piedras normalmente inferiores al metro. “El Sáhara Occidental es uno de los territorios más contaminados del mundo por las minas antipersona que Marruecos colocó en los 70 y los 80”, comenta Moh-Lamin entre la tristeza y la indignación, “aún quedan cerca de siete millones de minas activas”.
Un total de 160.000 marroquíes supervisan y acompañan a toda esta tecnología en la defensa y vigilancia del Muro. Su mirada es paciente y constante, o al menos así lo demuestran en cada manifestación internacional que los grita desde el otro lado, caminando por un sendero de piedras que guía los pocos metros por los que es posible avanzar sin el estallido de una mina. El Muro es un símbolo de ocupación detestado por los saharauis, no solo porque elimina el horizonte de lo que algún día fue su hogar sino porque es la herramienta que ha hecho posible la presencia ilegal de Marruecos sobre el territorio saharaui.

Cimientos de guerra
España fue presionada por la Organización de Naciones Unidas (ONU) para abandonar su colonia en el Sáhara Occidental como parte del proceso de descolonización de África. En 1976 la potencia sale del territorio, pero la independencia jamás llega efectuarse. Marruecos y Mauritania se consideraban libres de repartirse el territorio atendiendo a unos supuestos derechos nacionales e históricos- pretensiones cuya base legal ha rechazado la Corte Internacional de Justicia. Así, el rey marroquí Hassan II organizó en 1975, con Franco en su lecho de muerte, la denominada “Marcha Verde”, que supuso una invasión del territorio por 350.000 personas y 125.000 soldados. Al tiempo que esto ocurría, los gobiernos marroquí y mauritano firmaban con España los Acuerdos Tripartitos de Madrid, por los que esta cedía la administración del Sáhara Occidental, aunque no la soberanía.
La respuesta del pueblo saharaui fue inmediata. En los años 70, aún bajo el control español, había comenzado en el territorio un movimiento de liberación nacional denominado el Frente Polisario. Este mismo fue el que lideró la guerra contra Marruecos, abandonado por las tropas españolas pero sí apoyado por Argelia, Libia y Cuba. Por el contrario, Marruecos contó con el apoyo de Estados Unidos y Francia. El 27 de febrero de 1976 se proclama la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), con la población dividida en los territorios ocupados por marruecos y los cedidos por Argelia, donde se crean los Campamentos de Refugiados Saharauis. Posteriormente, Mauritania renunciaría a su parte del territorio en 1979, momento en el que reconoce también al Frente Polisario.
La fortuna parecía no inclinar la balanza de la victoria hacia ninguno de los bandos, pero un acontecimiento hace cambiar el curso de la guerra. En los años 80 Marruecos construye una serie de muros que, por primera vez, le valen el control de una porción del territorio. Su diseño se inspiró en la Línea Bar Lev, construida por Israel a lo largo del Canal de Suez. Sin embargo, la consecución de lo que ya se considera como el muro más grande del mundo, solo por detrás de la Gran Muralla China, no hubiera sido posible sin el diseño israelí, la financiación saudí y la ayuda técnica de los satélites norteamericanos. Esto último fue reconocido en 2004 por James Baker, exsecretario de Estado de los Estados Unidos que, por entonces, acababa de renunciar a su cargo de enviado personal del secretario general de la ONU para el conflicto territorial del Sáhara Occidental.
Estos muros, construidos entre los años 1981 y 1987, consiguieron impedir que el Frente Polisario alcanzara la costa saharaui o sus principales ciudades. A pesar de que el muro no era, ni mucho menos, impermeable, las incursiones saharauis no conseguían una profundidad de más de treinta kilómetros debido a su propia estructura. El diseño permitía concentrar rápidamente fuerzas marroquíes para impedir la salida de las tropas saharauis, que se veían obligadas a abandonar el territorio rápidamente después de haber atravesado el artefacto. Para conseguir este dominio militar, a la monarquía marroquí no le temblaba la mano en gastar los ingentes costos materiales y humanos que suponía mantener estas instalaciones constantemente atacadas por los militares saharauis.
La guerra finalizaría con los acuerdos de paz de 1991, que ambos bandos aceptan firmar bajo la atenta mirada de la ONU. En ellos figura el fin de la violencia y la promesa de la celebración de un referéndum de autodeterminación para el pueblo saharaui. El Muro ha permanecido ajeno a ellos, observando desde las alturas un territorio dividido en dos: al oeste, el Sáhara controlada por Marruecos, donde están las principales ciudades, la mina de fosfatos y la costa con su rico banco pesquero y los eventuales yacimientos petrolíferos; al este, una franja apenas poblada que controlan el Frente Polisario y la RASD, un mar de minas que ha acabado con la vida de cerca de 4.000 personas desde el inicio de la guerra.
Manifestantes gritando contra el muro. FOTO: Beatriz Castañeda Aller
Un arma muy efectiva
En septiembre se cumplirán 28 años desde la firma de los acuerdos y, desde entonces, han sido varias las ocasiones en las que Marruecos ha ignorado lo estipulado por Naciones Unidas. En 2016 las relaciones se tensaron tanto que ambos ejércitos estuvieron a tan solo 120 metros de distancia en la región del Guerguerat, donde Marruecos llevaba a cabo la construcción de una carretera que penetraba en territorio saharaui, más allá del Muro. Antonio Guterres, secretario general de la ONU, resolvió la situación llamando a ambas partes a “tomar las medidas necesarias” para evitar la escalada de violencia e invitó a retirar “todos los elementos armados” lo antes posible. La MINURSO, misión de la ONU en el territorio, hizo lo propio y se desplazó para impedir que se desatase el conflicto armado. A pesar de ello, la tensión sigue siendo alta en la zona. Marruecos retiró sus tropas en 2016 pero el ejército saharaui se mantiene en su decisión: el Frente Polisario responsabiliza a la monarquía alauí de las consecuencias y deja claro que solo cumplen con el acuerdo de alto al fuego. “Nuestras tropas se mantendrán en sus posiciones en la frontera de El Guerguerat” según ha declarado un alto cargo de la defensa al diario El Confidencial Saharaui.
Las oleadas de violencia que ha despertado el Muro y la ocupación son infinitas. En 2009 una mina disolvió una protesta pacífica internacional de 2.000 civiles. A pesar de la magnitud de las cifras, Marruecos sigue impidiendo el desminado de la zona, negándose a entregar el mapa de implantación que permitiría su desactivación. En 2010 arremetió violentamente contra una protesta pacífica en los territorios ocupados, en la ciudad de El Aiún, donde los saharauis habían levantado el campamento de Agdaym Izik. La represión causó la muerte de trece personas y 163 detenidos según un informe Amnistía Internacional, aunque El Frente Polisario asegura que fueron diecinueve fallecidos, más de 4.500 heridos y 2.000 detenidos. Los juicios de los apresados siguen posponiéndose ante la violencia que demuestran los marroquíes, que en 2010 llegaron a agredir a dos periodistas españoles de RTVE y la SER que cubrían el evento. En 2016 un pastor saharaui fue abatido a tiros en las inmediaciones del Muro, aunque no es extraño leer noticias constantes acerca de la muerte de estos nómadas ante la explosión de una mina.
El actual rey de Marruecos, Mohamed VI, ha dejado claro que “no tolerará ninguna violación, alteración o puesta en duda de la marroquinidad” de la parte del Sáhara Occidental al este del Muro marroquí, tal y como informó en un discurso con motivo del 35 aniversario de la Marcha Verde. Ante estas palabras, toda acción parece justificada y la herramienta del Muro no constituye más que otro arma para asegurarse el control de la zona. Pero lo cierto es que su presencia es ilegal desde el punto de vista de las leyes del derecho internacional humanitario y su impacto político, humanitario, social, cultural, económico y medioambiental sobre la población saharaui es devastador.

James Baker apuntaba, en una entrevista emitida por la cadena estadounidense PBS en 2004, que “el Muro sirve para mantener el conflicto con baja intensidad porque hace la guerra más difícil”. La opinión de los saharauis difiere mucho de las declaraciones del estadounidense y cada vez son más las voces que hablan de una vuelta a la lucha armada. “Marruecos emplea el Muro de la Vergüenza para abusar de su fuerza y para poder alargar el conflicto el tiempo que quiera sin perder el control del territorio”, argumenta el politólogo saharaui Abdo Taleb Omar, “da a Marruecos un amplio margen de maniobra para esquivar las negociaciones al no ver urgencia para iniciar un proceso político. Es la herramienta más útil para mantener la ocupación del Sáhara Occidental”. 14 años después de las declaraciones emitidas por el exsecretario estadounidense, el artefacto aún permanece dividiendo en dos el desierto del Sáhara, tarea que ha desempeñado durante más de tres décadas. Hasta su derrumbamiento, el camino hacia la solución del conflicto y la flexibilidad de las partes continuará tan inerte e inmóvil como el propio Muro.